lunes, 3 de marzo de 2008

DIVORCIO, DOLOR CRISTIANO.

VIDA CRISTIANA
RUPTURA DOLOROSA

El divorcio es una de las etapas más difíciles en la vida de las personas y no se inicia con la firma del documento. El divorcio comienza desde el momento mismo en que la relación empieza a decaer. Este artículo pretende hacernos ver el divorcio desde diferentes puntos de vista y cómo podemos ayudar a las personas que están o han pasado esta dura experiencia.

El proceso de divorcio es una de las etapas más difíciles en la vida de las personas y no se inicia con la firma del documento que certifica la separación en términos legales. El divorcio comienza desde el momento mismo en que la relación empieza a decaer, desde que alguno de los miembros de la pareja se da cuenta de que algo ya no está bien y empieza a experimentar el dolor de la ruptura.

El divorcio golpea la vida de las mujeres y los hombres en diversas áreas: en lo personal (con efectos emocionales, intelectuales y físicos), lo familiar, lo social y, por supuesto, en lo espiritual; por lo tanto, la problemática no sólo radica en la pérdida de la pareja matrimonial, sino que a ésta también se agregan los vínculos con amigos, familiares de la expareja, la posición social y económica, etc. Por lo tanto, el rompimiento de un matrimonio no puede ser abordado desde un aspecto único.

Desde la perspectiva familiar, las personas separadas y divorciadas sufren inicialmente el cuestionamiento y posterior reclamo por parte de sus familiares. Estos en muchos casos estaban ajenos a la problemática vivida por la pareja, sobre todo en el caso de matrimonios cristianos que sentían la responsabilidad de mantener una apariencia de bienestar. De este modo, estar constantemente bajo evaluación llega a ser una carga muy pesada para aquellos que son conscientes del costo de su decisión.

A veces, las familias de ambas partes pueden llegar a trasmitir culpa no hacia la persona que quizá incurrió persistentemente en faltas hacia el matrimonio, sino más bien hacia el cónyuge a quien se atribuía la responsabilidad de «soportarlo todo», pues debió tener la paciencia o la fe suficientes para que la situación se resolviera. Generalmente ese papel se le otorga a las mujeres.

Por otro lado, las familias tienden a tomar partido y pierden la objetividad frente a la situación, aun sin conocer los motivos de ambas partes. Es común que se parcialicen, culpando a uno y victimizando a otro. En muchos casos, esto trae consigo el deterioro de los vínculos que anteriormente se sostenían. Cuando la situación es compleja y las relaciones se rompen totalmente, se siente gran dolor y una sensación de abandono.

Para aquellas personas que mantenían excelentes relaciones con la familia política la disolución del matrimonio implica una pérdida doble, pues pierden al cónyuge y, además, los lazos familiares que habían construido por años.

Para otros, cuyas relaciones nunca fueron buenas o llegaron a ser incluso conflictivas, la separación implica no sólo situaciones difíciles con la expareja sino también con sus familiares.
Tampoco puede dejarse de lado el hecho de que los hijos de la pareja no sólo enfrentan un dolor muy fuerte ante el divorcio de sus padres, sino que también en muchas ocasiones —dependiendo de la edad y el nivel de comprensión— llegan a formar su propio criterio con respecto a lo que ocasionó la ruptura. A veces toman partido atacando o defendiendo a alguno de sus padres. Esta situación a su vez se relaciona con la explicación que los padres hayan ofrecido a sus hijos.

Asimismo, el cónyuge que se queda con los hijos sabe que además de lidiar con su propia problemática, que ya de por sí es muy dura, debe también vivir con los interrogantes y confrontaciones de los hijos.

Por otra parte, el cónyuge que sale de la casa y no se queda con los hijos sufre sentimientos de abandono y soledad muy fuertes al haber perdido tanto a la pareja como la presencia de los hijos, amén de muchos elementos que le han significado sostén emocional y seguridad.

Algunas familias tienden a distanciarse de la persona divorciada y hacen caer sobre ella estigmas como «persona fracasada», «la que rompió las reglas de la familia pues “en esta familia nadie se divorcia”», «la que no supo sostener su matrimonio» o «la que no se esforzó lo suficiente». Todos estos comentarios implican rechazo familiar y social ante una situación inevitable para muchas parejas.

En cuanto a las amistades, las personas divorciadas comentan que han llegado a perder algunas o todas las que tenían, sobre todo cuando no se han mantenido amistades propias sino que se han asumido las del cónyuge, ya que éstas se ven en el aprieto de elegir con cuál de los dos continuar la relación pues puede ser difícil hacerlo con ambos.

Por otro lado, existen contextos donde la mujer divorciada tiende a ser aislada por amigas y conocidas porque la perciben como una amenaza, temiendo que pueda seducir a su esposo o que las induzca a ponerse en contra de sus maridos. Además, en los hombres subyace el temor de que esa mujer se convierta en «mala influencia» para su esposa. Estas ideas apartan a la persona divorciada de los círculos de parejas que eran, con frecuencia, sus amistades más cercanas.

Esta pérdida de vínculos sociales deja a las y los divorciados con pocas relaciones significativas con las cuales contar, lo que les resta oportunidades de compartir con personas de confianza y los aleja de espacios de entretenimiento y distracción, indispensables en el proceso de superar el dolor y la soledad. Por lo tanto, los y las divorciadas pasan mucho tiempo aislados antes de poder hacer nuevas amistades.

Desde la Iglesia (líderes, pastores, sacerdotes y la comunidad cristiana en general, cualquiera sea la denominación), las personas divorciadas dicen experimentar rechazo y estigmatización con comentarios como «el matrimonio es para toda la vida», «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre», «el divorcio es una maldición», «Dios no quiere el divorcio», «el amor todo lo sufre, todo lo soporta…», «si hubiera confiado en el Señor esto no habría pasado», «para Dios no hay nada imposible, seguro usted no confió en el Señor», «le faltó fe», «no esperó el tiempo de Dios, tal vez los problemas se habrían resuelto más adelante». En general las menciones son de «fracasadas o fracasados», las cuales tienen valor peyorativo y discriminan a un segmento importante de la congregación.

Para algunas iglesias, el servicio a Dios por parte de las y los divorciados se convierte en un problema aún no resuelto. Las personas comentan que luego de haber tenido varios años de servicio responsable e íntegro, a raíz del divorcio pierden toda oportunidad de ejercer sus dones dentro de la congregación, ya sea porque «ese fracaso» los descalifica para la obra ministerial o porque, en el caso de las mujeres, se reconoce al hombre como dueño del ministerio y del don, haciendo invisible su historia de servicio dentro de la obra del Señor. En algunas iglesias se les pone como condición para el servicio que vuelvan con su excónyuge.

Los y las divorciadas van en aumento a nivel social y la iglesia no se escapa de este fenómeno. Estas personas no encuentran un grupo al cual integrarse, ya que existen para adultos solteros o mujeres y hombres casados, y sus temáticas se enfocan principalmente hacia las relaciones de pareja y de familia. Los y las divorciadas quedan entonces fuera de estos grupos y no pueden satisfacer sus necesidades de aprendizaje y comunión.

Debido a esto, desde hace algunos años se han creado los llamados «grupos de apoyo para personas separadas y divorciadas», los que se han convertido en una excelente herramienta de respaldo para aquellos que están enfrentando la ruptura del matrimonio. Es una respuesta de la iglesia para un gran número de la población.

Estos grupos de apoyo son mixtos y abiertos, y se reúnen cada semana para abordar distintos aspectos relacionados con el proceso de restauración personal. Son grupos de crecimiento, sanidad, reflexión, donde los asistentes aprenden unos de otros en un ambiente de empatía e identificación, ya que pueden compartir con otras personas que entienden por lo que están pasando sin ser juzgados. Allí encuentran un espacio para hablar de su dolor sabiendo que serán escuchados y respetados. Para muchos este espacio no existe en otros contextos, ya sea en el trabajo, con las familias, los hijos o las amistades, pues no comprenden este proceso aún cuando quisieran ayudar.

A través de la labor de los grupos de apoyo para personas separadas y divorciadas, los asistentes han experimentado restauración de sus vidas en lo personal, lo social y lo espiritual a través de un proceso que, aunque no es fácil, permite que puedan contar con el apoyo de otras personas. Así la tarea de recuperación se vuelve más liviana, conforme lo señala Eclesiastés 4.9-10:

«Mejores son dos que uno;
porque tienen mejor paga de su trabajo.
Porque si cayeren, el uno levantará a su compañero;
¡pero ay del solo! Que cuando cayere, no habrá segundo que lo levante.»

IMPN, SAN FERNANDO.